Marcos se desperezó unos minutos antes de que sonara el despertador. Habitualmente se despertaba previamente a oír su sonido chirriante y estridente. No sabía por que seguía programándolo. Tal vez por qué siempre fue indisciplinado y ahora le apetecía engañarse, procurándose una falsa disculpa, para parecer que por fin había conseguido asumir un cierto orden en sus horarios y hábitos de vida cotidianos. En el fondo de sí mismo, para sus adentros, y sin que nadie lo sospechase, aceptaba que temía quedarse dormido definitivamente, eternamente, si es que existía la eternidad. Por eso continuaba programando ese detestable despertador electrónico, de color gris, grande y antiestético. Como si ese acto de cada noche, repetitivo e inútil, pudiera alejar, cual un exorcismo, la certeza de la muerte y sus aprensiones inconfesables.
Pensó que le convendría deshacerse del despertador ¡total para lo que le servía! Pero era perfectamente consciente de que no lo hacía por que estaba vinculado emocionalmente a sus recuerdos y añoranzas. Como todo lo que le rodeaba. Recapacitó que si toda su vida actual estaba compuesta de recuerdos y añoranzas, entonces ¿Por qué debería deshacerse de ese objeto horrible y no de otros más inútiles que el despertador?
Marcos sopesó de un vistazo su entorno, comprobando que en la pared lateral de su dormitorio, la más próxima a su cama, todo continuaba como lo había dejado antes de dormirse al amanecer. Era real. En ese instante fue consciente de que por innumerable vez, como de costumbre, se quedó dormido con la luz encendida; de que una vez más leyendo los poemas, las cartas, contemplando las fotografías, cayó inconsciente, rendido, ya con la luz del alba, en los brazos de Morfeo.
Su vida, desde hacía muchos años, era ir del sueño a los ensueños, de los recuerdos del pasado al tedio del presente. Marcos consideraba que todo era monotonía y sin razón en su existencia. Actuaba como un autómata, sin satisfacción, por que le faltaban los alicientes necesarios para seguir viviendo con alegría. El desconsuelo era su pan de cada día. Y la rutina.
Al mismo tiempo Marcos no podía ni plantearse la posibilidad del suicidio, de su muerte, la contingencia de que su existencia terminara sin más felicidad que la alcanzada en el ayer. No deseaba, ni quería, que su vida siguiera siendo estéril. Sumergido en las emociones de antaño, vivía en una perpetua soledad. Marcos necesitaba imperiosamente volverse a enamorar, sentir el calor de otro cuerpo, el sabor de unos besos apasionados, antes de que el fin de sus días se abatiera sobre su paupérrimo modus vivendis de supervivencia.
Dicen que la esperanza es lo último que se pierde, y Marcos a pesar de sus años, del largo periodo que llevaba viviendo en soledad afectiva, de su crisis existencial, no perdía la esperanza de encontrar y vivir nuevamente un gran amor; el último y gran amor de su vida, que supusiera un compendio de todos los amores anteriores; que fuera un amor embriagador, irresistible y arrebatador; que le permitiera purificar su corazón, corregir todos los errores cometidos en su trayectoria, desterrar las pesadillas acosadoras, eliminar todos sus miedos; que le otorgara, llegada su hora, morirse sin culpabilidad, sin resentimiento, bajo el manto del perdón y la paz, para consigo mismo y con los demás.
Marcos se frotó los ojos, parpadeó varias veces, se alisó el pelo y sin levantarse de la cama, giró su cuerpo deslizando su mirada sobre el colage de la pared. Sus ojos, aprendidos y obedientes, fueron a posar directamente su mirada sobre la fotografía de Sara. Al lado de la misma colgaba un poema y una carta que Sara le había escrito: el poema en el comienzo de la relación sentimental, cuando la pasión estaba en su mayor auge, coloreando todos sus actos; la carta como despedida, explicación de la razón de su alejamiento y ausencia, del fin de su amor jurado eterno e indestructible.
Ya había transcurrido mucho tiempo desde que comenzó y finalizó su relación con Sara, y también desde que Marcos se enamoró por última vez. Los recuerdos, con todos sus detalles, seguían vívidos en su memoria: alimentados, día tras día, por la rememoración constante, por el esfuerzo persistente que hacía para que nada se perdiese en el olvido, ni el más mínimo detalle de todo lo que compartieron mientras duró su relación breve e intensa.
Marcos dejó que su mirada reposara indefinidamente sobre el rostro de Sara, con su sonrisa enigmática y la dulzura de su expresión congelada, atemporal, atrapada en la fotografía, en ese instante aparentemente sin valor o trascendencia. ¡Sara, suspendida en el tiempo, rehén del pasado, tanto como durara esa fotografía! Mentalmente recitó el poema que sabía de memoria, de tanto leerlo y releerlo durante todos esos años:
Quiero recorrer todo tu cuerpo…
Aprender una nueva forma de amar.
Sentir tu calor, tu sudor,
El estremecimiento de tu piel.
Quiero recorrer todo tu cuerpo…
Por fin salvarme entre tus brazos.
Ahogarme entre tus besos y caricias
Ser naufragio y ser náufraga.
Quiero recorrer todo tu cuerpo…
Contar los suspiros de tu boca.
De tu sangre arrancar las promesas
Más imposibles sobre la tierra.
Quiero recorrer todo tu cuerpo…
Eternizarme entre las canas de tus sienes.
Entregarte mi alma como si fuese
Una mañana que nunca pasará.
Quiero recorrer todo tu cuerpo… Marcos recordaba perfectamente el día en que Sara le entregó el poema. Fue en el transcurso de la tarde siguiente a la primera noche que pasaron juntos, sin dormir, fundiéndose sus cuerpos en un solo cuerpo, atrapados en el apremio del deseo que nunca acababa de satisfacerse, sin consumar nunca el clímax de su pasión volcánica, como si esa noche fuera a venir el fin del mundo, y a ellos solo les quedara el recurso de amarse imperiosamente.
Era el corolario de muchos encuentros, en los que los dos, asidos de la mano, paseaban por la orilla de la playa, arriba y abajo, ausentes a lo que acontecía en su entorno. Durante esos encuentros primordialmente eran conscientes de su proximidad, de su mutua contemplación, del tacto y del calor que se trasmitían a través de sus manos entrelazadas, intercambiando una energía poderosamente activa y dominante; singularmente eran conscientes de su deseo absorbente, que iba creciendo, acaparándolos de una manera incontenible hasta obnubilarles la razón; o lo que es lo mismo, vivían con su mente atrapada, sin poder ir más allá de lo que pudiera ser el presente, ese tiempo durante el que permanecían juntos aparentando ser el infinito.
Sara y Marcos, llevaban semanas saliendo, y un buen día, seguidamente de estar toda la tarde paseando por la costa, no logrando contener por más tiempo sus anhelos, decidieron alquilar la habitación de un hotel a pie de playa, para entregarse con sus cuerpos, pues con el corazón y en el alma ya lo habían hecho. Esa primera noche no hubo más palabras, solo movimiento. A lo largo de los continuos encuentros diarios, desde que se habían conocido, se fueron contando lo que consideraron esencial para conocerse, enamorarse, desearse, necesitarse… En esa primera noche no precisaban nada más.
Sara era hermosa, con un cierto aire salvaje e indomable en su pose y actitud. Sus gestos exteriorizaban el talante de una felina, como si constantemente estuviese dispuesta al ataque, registrando todo sonido y movimiento de su entorno, sin perderse ningún detalle. Se movía sigilosamente, casi como si bailara sobre un escenario; su escenario era el mundo, y creía que todo ese escenario era por derecho suyo. Estaba al tanto de que el papel principal lo interpretaba ella, y que nunca, bajo ninguna circunstancia, pasaba desapercibida.
La mirada de Sara, a través de sus ojos verde oliva, era húmeda, penetrante e inquisitiva, casi dolorosa, sobre todo cuando pretendías ocultarle algo. Eran los ojos de una iluminada, captando información oculta para el resto de los mortales, leyendo dentro del alma, en los recónditos secretos o deseos. Sus ojos grandes, con las pestañas negras y espesas, atrapaban a Marcos, lo hipnotizaban, haciéndole suyo; adentrándose en lo más intimo de su ser, desnudaban su esencia y adulaban su corazón. Para Marcos no existía la opción de decir no a su magnetismo cautivador.
Inteligente, su proceder era práctico y conciso. Sara no se perdía en los detalles ni en las nimiedades, yendo siempre al grano, sin dar rienda a las divagaciones. A Marcos siempre le había sorprendido su capacidad de síntesis. Consistente, mostraba su certeza y hacía gala de una seguridad interna permanentemente. Sara mostraba una vivacidad mental y física que nacía de su singularidad, más que de su juventud.
Marcos, pasado el tiempo, conociéndole más profundamente, nunca llegó a saber de donde procedió todo ese romanticismo que emanaba de Sara en sus primeros encuentros y noches juntos. Estaba seguro de que Sara solo escribió un poema en su vida, y ese era el que había escrito, inspirándose y dedicándoselo a él. Escribir precisamente no era su fuerte, y mucho menos un poema. ¿Qué ángel o musa habían guiado ese día a Sara? Esa era una de las preguntas que Marcos en ninguna ocasión pudo responderse, tal vez por que por mucho que lo intentase nunca conoció a la verdadera Sara (¿o sí?), por más que creyera por aquel entonces que quien se mostraba era la genuina y legal amante-amiga.
Posteriormente a las continuas tardes paseando y hablando, a las primeras noches haciendo el amor, siempre en la misma habitación del mismo hotel, Sara decidió que sería mucho mejor llevarle a su casa. Marcos sin dudarlo aceptó encantado. Evidentemente deseaba que la relación que mantenían se desarrollara hacia una forma de convivencia e intimidad que en el hotel, y en sus paseos, no era posible. Ya no. En la familiaridad de la casa de Sara se presentarían las situaciones para que se desenvolvieran con más naturalidad, que pudieran conocerse genuinamente y que la dinámica de la misma convivencia les aproximara a ambos en la dirección de ir descubriéndose el carácter, virtudes y defectos, de tal forma que pudieran borrar toda ausencia de ignorancia sobre las peculiaridades individuales que pudieran crear un atisbo de perturbación entre los dos.
Marcos no parecía poder dar crédito a tanta felicidad.
Pasaban los días y las noches juntos, viviendo en unas permanentes vacaciones, en un paraíso afectivo, sensual. Ambos pasaban por un periodo de solvencia económica y de libertades laborales que les permitía mantenerse prácticamente libres de las obligaciones de sus respectivos negocios. Por las mañanas desayunaban y a continuación de ducharse salían de compras o a gestionar sus responsabilidades laborales; por la tarde se reunían con los indistintos y luego mutuos amigos, compartiendo con ellos su felicidad, su prosperidad como pareja. Marcos ahora sabe, está plenamente seguro de que fue ahí cuando empezó a transformarse Sara. Comenzó espaciosamente, de una manera sutil, a comportarse de otra manera, con otra actitud y un estilo diferente a su cortesía habitual. Al principio fueron reacciones discordantes, como si se sintiera desplazada o celosa de las personas que mantenían afinidad de comunicación o de cariño con Marcos. Luego sus reacciones no tenían parangón ni control alguno.
Sara en cierta ocasión, bajo el estado de un arranque de furia descontrolada, con gritos que parecían alaridos, llegó al extremo de prohibirle a Marcos hablar con nadie, incluso saludar o llamar por teléfono, aún a su familia, sin su previa autorización. Una actitud totalmente intolerante y sin coherencia alguna. Marcos primero reaccionó impulsivamente, abochornado deseó marcharse y pensó en irse muy, muy lejos; a continuación sintió el temor de perder a Sara, de no verla más, de vivir sin ella, eso le hizo reaccionar y dudar con la profundidad que nace del amor más honesto, amor que todo lo disculpa y todo lo perdona. En cuanto Sara fue tranquilizándose Marcos especuló que solo era un enfado, una salida de tono cargada de sobreexcitación, de miedo e inseguridad, que sería algo pasajero, sin que volviera a suceder; justificó una reacción fuera de lugar, reacción que una vez que Sara llegara a comprender y razonar, comprendería que no tenía por que dudar de los sentimientos de Marcos, los cuales no podían ser más leales y devotos.
Marcos, aún así, entre sollozos y besos, con la esperanza como bandera y la sensibilidad a flor de piel, le prometió a Sara que respetaría sus decisiones y que no volvería ha hacer nada de lo que decía que le molestaba de su comportamiento. Deseaba vehementemente que la felicidad y el bienestar que sentían no fuera enturbiado por alguna causa, ni por nadie. Así que Marcos, creyendo que sería efímero, que volvería con su actitud a ser todo razonablemente armonioso, consintió a todas las exigencias de Sara y esa fue su perdición.
Hicieron el amor más apasionadamente que en los días previos, sintiendo que estaban destinados a amarse, a compartir sus vidas y futuro, creyendo que sus sentimientos, como los dioses, serían inmortales. Sara, como una posesa, besó y abrazó a Marcos con la fuerza y la desesperación de no poder hacer suya su esencia, la energía de su alma, el conocimiento ancestral de su ser. Marcos se estremecía vehementemente de placer, al mismo tiempo que su mente le decía que dentro de Sara había un ansia que nunca podría ser satisfecha, algo insondable para un amante pasivo y abnegado como era él. Y Sara aún no sabía que no había nada que pudiera hacer Marcos para que fuera capaz de regresar a un estado previo a su alteración emocional y dependencia afectiva. En ese momento no lo sabían, pero estaban emprendiendo un camino sin retorno y sin devolución de la felicidad prometida, que irremisiblemente les conducía a un callejón sin salida, a la destrucción de su relación y de ellos mismos.
Al día siguiente Marcos llevó, entre otras cosas, algunos de sus objetos personales, la mayor parte de sus ropas y unos cuantos libros al apartamento de Sara. Era un intento de afianzar la relación, de proveerla de un carácter estable y definido, de formalizar la convivencia. Marcos quería creer, comprender que Sara necesitaba sentir seguridad y dominio, tener la certeza de que la amaba exclusivamente a ella y que le urgía profesar que era la persona más importante y decisiva de su vida. Estaba convencido de que con ese acto pondría la base a una enfatización clara y precisa de lo que realmente Marcos consideraba importante, y hasta donde estaba avanzando en favor de la relación, dispuesto a todo, y lógicamente que Sara comprendería perfectamente el significado de su iniciativa.
Días después, supuestamente con todo en sus vidas sobre ruedas, a Sara le dio una vez más un arrebato de locura, excitación y agresividad peor que el anterior. Estaban terminando de comer, tomando el postre. Marcos recuerda perfectamente las natillas de huevo, cremosas, frías, con suspiros de monja flotando en su superficie, espolvoreadas con canela recién molida, la finura de su aroma, acompañadas de barquillos cubiertos en su extremo de chocolate con leche, semi-introducidos en el borde de las natillas. Su cuenco salto por el aire, mientras Sara furiosa le gritaba que no tocara nada, que no hiciera nada, que ni siquiera respirase sin su autorización; Le gritaba, ahíta de ira, que ya estaba bien, que se sentía harta de que nada permaneciera como antes de su llegada, que su casa y su vida era un desorden y la sentía descontrolada; le gritaba, con violencia, preguntándole si pretendía volverle loca con su presencia constante, reorganizándole sus horarios, sus actividades, sus cosas. Marcos no entendía absolutamente nada, ni siquiera comprendía de donde procedía esa reacción, esa percepción tan irreal de su convivencia, cuando mantenían una conversación aparentemente no relacionada con los alegatos de su enfado desmedido.
Marcos sintió morirse.
Paralizado, fue incapaz de protestar, de decir nada, de ni siquiera musitarle algo a Sara. Marcos no entendía que sucedía, que había hecho, a que se debía esa obstinación desproporcionada y virulenta de Sara. No concebía que causa mereciera desatar esa cólera, ese alarde de agresividad, toda esa potencia descontrolada, ciega y destructiva. Ante tanta intimidación no sabía como proceder. Su atención se desplazaba intermitentemente de las natillas, esparcidas por todo el comedor, a la cara de Sara, encendida de rabia. Marcos permaneció en silencio, temblando de pies a cabeza, esperando que fuera una pesadilla, de la cual pudiera despertarse de inmediato, y no la realidad lo que le estaba aconteciendo.
¿Dónde residía en ese momento la dulzura y el amor de Sara?
Marcos miraba a Sara y solo distinguía a un ser totalmente desconocido, como si otro yo cobrara vida propia, confinando a un segundo plano, lejos y profundo, a la verdadera Sara. La Sara que Marcos conocía, eclipsada, fuera de juego, subsistía desterrada en el limbo del infierno, sin acceso ni ruta por la que regresar, al menos en ese momento.
Pasaron tres días y tres noches sin dirigirse la palabra, sin mirarse a los ojos, sin aproximarse ni tocarse. Sara, por autodecisión, durmió en el sofá. Marcos, consternado, era incapaz de reaccionar, de encontrar respuestas y soluciones a ese estado de bloqueo en el que se hallaban sumidos los dos. Estaba noqueado por el pánico que sentía al ver como se desplomaban todos sus sueños y expectativas de vida felizmente emparejados.
Sara regresó a la cama, pero permaneció en su autismo.
Se sucedieron los días sin hablarse y sin mantener relaciones sexuales. Así se cumplieron sus tres primeros meses de convivencia como pareja. Marcos pasó más de dos semanas sin salir del apartamento, sin hablar con nadie. Cuando sonaba el teléfono no lo descolgaba. De su familia hacía semanas que no tenía noticias, ni una palabra, se mantenía alejado para que no supieran lo desgraciado que se sentía. No llamaban a sus amigos y no contestaban a sus mensajes o demandas. Marcos no limpiaba, ni cocinaba, ni tocaba absolutamente a nada. Solo se duchaba, encendía la televisión y esperaba a que Sara preparase el desayuno o la comida. Por temor a desencadenar su ira pasó más de un día sin probar bocado.
Consideraba que Sara ensayaba ponerle en el límite para ver su reacción. Marcos no reaccionaba con él de una manera explícita, en parte por que se hallaba en estado de shok, disminuido mentalmente, y en parte por que creía que sin el amor de Sara ya no sabría vivir. Impotente, dejaba transcurrir los días sin observar algún cambio en Sara. Esperaba con todo su anhelo que reapareciese la chica que conocía y de quien se había enamorado. Sabía, o más bien quería creer que estaba ahí dentro, detrás del enfado y del genio, debajo de esa máscara de tragedia que envolvía el rostro de Sara, y sus vidas.
Sara comenzó a salir más frecuentemente del apartamento, dejando solo a Marcos frente al televisor.
Cuando llevaban aproximadamente cuatro semanas en esas condiciones, Marcos resolvió preparar una cena especial; tan especial como era posible en esas circunstancias; y con lo que había en casa, que no era mucho, tendría que salir a comprar y romper con su reclusión.
No ignoraba que se exponía a un peligro, no podía precisar a ciencia cierta a cual, pero también entendía que ya no podía seguir por más tiempo en ese ambiente tenso y discordante. Convenía que se solucionasen todos los problemas y discrepancias, de manera inmediata, ya, o si no reventar, romper esa atmósfera, para bien o para mal, de una manera definitiva.
Sara observaba como Marcos cocinaba, ponía la mesa, y recogía la cocina lo más que podía para que no aparentase mucho desorden. Impenetrable, miraba sin decir ni una sola palabra. No reaccionaba, ni bien ni mal, manteniéndose con una cierta expresión en su rostro de escepticismo. Marcos pensó que ya era algo, tal vez suponía un comienzo, un punto de inflexión y de partida.
¿Significaría eso que habría reconciliación? Cuando la cena estaba en su punto Marcos le pidió a Sara que por favor se sentara a la mesa a cenar. Sin oponer ninguna resistencia, con actitud colaboradora, Sara se sentó y esperó apaciblemente a que Marcos le sirviese los alimentos.
Mientras cenaban, Marcos para romper el hielo, comenzó ha hablar en un principio con retraimiento, tímidamente, con las palabras entrecortadas, temblándole la voz, quebrada; a continuación se fue soltando y ya no había quien le parara. Se sorprendió a si mismo diciéndole a Sara cosas que no tenía preparadas, sentimientos que desconocía que habitaban en su interior, ideas manando como un torrente en cascada, explicaciones y lógicas no meditadas.
Sara le miraba impávida, con sus ojos verdes, húmedos, pero sin un solo gesto de asentimiento, sin una sola expresión de acuerdo o desacuerdo con lo que estaba escuchando. Comía bocado tras bocado, sin más, sin evidenciar ni siquiera si la cena era de su agrado; así terminó de cenar, pero no hizo ademán de levantarse de la mesa. Siguió escuchando a Marcos, sin decir nada, en silencio, sin una actitud concreta, sin un mohín de afecto, y lo que es más importante sin ninguna reacción violenta.
Marcos juzgó que había dicho mucho más de todo lo que creía que tenía que decir, que se había vaciado de todo lo que llevaba dentro de su ser, como un río en la desembocadura vierte al mar sus aguas tras un largo, abrupto y sinuoso recorrido. Se calló. Miró prolongadamente a Sara, esperando por su parte una reacción, un ápice de cambio en su expresión, algo que reflejara que había llegado su mensaje y sus sentimientos al fondo de su corazón o que se sentía cuando menos conmovida. No acaecía ninguna.
Marcos descendió lentamente su mirada al plato, dándose cuenta de que apenas había probado bocado. No tenía hambre. Transcurrió un tiempo, quien sabe cuanto, sin que ninguno de los dos pronunciara ni una palabra, sin que evidenciaran algún movimiento, la concesión de un sentimiento. Marcos no sabía si levantarse de la mesa y marcharse, o si esperar a que Sara procediera de alguna manera que le indicara saber que hacer.
Sara comenzó a llorar, primero quedadamente, como para sus adentros, sin hacer apenas ningún ruido. Derramaba lágrimas que rodaban por su cara, lentamente, entreteniéndose entre el lateral de su nariz y la comisura de la boca. Su respiración era un susurro nebuloso. Cuando Marcos se percató de que Sara estaba llorando, no sabía en realidad cuanto tiempo llevaba en ese estado, bajo esa emoción, desconsolada. Solo sabía que deseaba lamerle sus lágrimas, abrazarla tan fuertemente como pudiera y decirle que la amaba, que la seguía amando. Y eso fue precisamente lo que hizo Sara, decirle: “te amo”.
Marcos miró fijamente a los ojos de Sara, con el ardor del amor fluyendo por sus venas; amor que necesitaba expresarse después de un prolongado ostracismo y silencio; amor anclado a una oscuridad persistente durante tanto tiempo que se sentía hambriento del tacto y del olor del ser amado. Sara rompió en sollozos cada vez más fuertes y angustiosos, gimiendo con verdadera ansiedad y desespero. Marcos se levantó apresuradamente de su silla, rodeó la mesa y la abrazó por los hombros, la sostuvo con firmeza e intensidad, con la seguridad de saber que hacer y como consolar a quien amaba más que a si mismo; seguidamente la agarró por las manos y mansamente se dejó llevar al dormitorio. Se tumbaron encima de la cama, abandonando los cuerpos a las mutuas emociones, a la entrega de esa energía que mostraba cuan sensible y dúctil puede ser el ser humano. Marcos mantuvo a Sara entrelazada su cuerpo, con ternura; temblando al mismo tiempo que gemía, más tarde suspirando; Sara seguía dejándose estar entre sus brazos protectores, brazos que en ese momento parecían tener la capacidad de sostener toda la pena del mundo con la compasión de quien lo ha perdido ya todo. Y así permanecieron hasta la madrugada, en la que se quedaron profundamente dormidos, dejando fluir a su niño interno hacia el mundo onírico, donde todo puede ser y es posible.
A partir de ese día, ficticiamente, todo volvió a la aparente normalidad, como si ese periodo previo de sus vidas, turbulento, cruel y enfermizo no hubiese existido. Pero Marcos no se engañaba a si mismo, acusaba que no había precisamente el mismo romanticismo, y puntualmente la misma comunicación que había constado, en un principio, en su relación. Algo se había quebrado entre los dos, algo que insustancial, invisible o indefinido, no dejaba de ser esencial en su relación, aunque Marcos no pudiera concederle un nombre concreto, apellidarle con un calificativo que definiera de alguna manera el cambio y así conocer su antónimo.
Trascurrió el tiempo como viento en otoño.
Cuando cumplían seis meses de relación viviendo juntos, Marcos decidió proporcionarle una sorpresa a Sara, esperando que resultara estimulante, dinamizadora de sus esperanzas y proyectos comunes, inolvidable. Pensó que haciéndole una cena romántica, con muchas velas, música, dulces y cava, sería una manera muy agradable de concederse un estimulo que ayudara a revivir las emociones de los primeros encuentros y sus paseos por la playa. Sara durante la tarde no estaría. Le había mencionado que iría ha hacer unas gestiones al otro extremo de la ciudad, que de paso visitaría a su familia. Sería perfecto, cuando regresara a casa se encontraría con la cena sorpresa.
Marcos se entregó de lleno a las tareas de la cocina para prepararlo todo y que la velada resultara perfecta. De primer plato serviría crema de calabacín, aderezada con unas gotas de licor de almendras amargas, salpicada en su superficie con piñones y queso a las finas hierbas cortado en vaporosas hebras, gratinado al horno en las propias consomeras individuales; de segundo plato codornices rellenas de chocolate negro, muy amargo, de Madascar, y exquisitos higos de Turquía, dátiles de Arabia, ciruelas de California, guarnecidas con una fina salsa de aceitunas negras de Córdoba y uvas pasas sultanas de Corinto, muy picadas, reducidas en Jerez seco, Andaluz, hasta que quedara en su punto y se les pudiera añadir un toque de jengibre rallado; para el postre le sorprendería presentando una suavísima crema de arroz con leche, cocinada muy lentamente con leche entera, hasta que el arroz se deshiciera, nata líquida y azúcar moreno de caña, cubriendo su superficie con canela en rama recién molida, aromática y afrodisíaca, nueces de California picadas casi en polvo, un toque de leche condensada, cáscara de limón desecada, finamente molida, reducida y almibarizada en ron oscuro de caña Cubano. Para beber, con el primer plato vino de Cataluña, blanco, de aguja, ligeramente seco; con el segundo plato un vino tinto, reserva, de la Rivera del Duero; y para brindar, acompañando al postre, cava rosé. Marcos soñaba con hacer el amor en el sofá, mientras saboreaban exquisitos bombones artesanales, rellenos de licor y cerezas; imaginaba el finísimo chocolate fundiéndose en el paladar de sus bocas, entre sus besos y lenguas revoltosas, anhelando todos los espacios y poros de sus cuerpos. Ultimó encender las velas, de los dos candelabros de cristal tallado que presidían la mesa, para cuando llegara Sara poder apagar la luz y así recibirla bajo la luz de las velas aromatizadas con bergamota. Estaba todo en su punto, dispuesto para la celebración. Se aproximaba la hora habitual en que regresaba Sara, solo quedaba esperar unos minutos a que llegara abriendo con su llave la puerta de la calle, encontrándose con el apartamento románticamente iluminado y a Marcos de pié frente a la puerta recibiéndola con su mejor sonrisa y un cálido abrazo.
Sara no llegó. Dieron las diez, las once, las doce... Marcos se sintió intranquilo. Recapacitó que no sabía a que teléfono llamarle, (curiosamente Sara no había llevado el móvil, que precisamente Marcos había retirado de la mesa del comedor, cuando se dispuso a prepararla), que no tenía forma de localizarle, a donde ir a reclamar por la causa de su ausencia, ya que Sara no le había presentado aún a su familia y desconocía donde residían, por no mencionar que su familia no tenían constancia de la relación y de la convivencia que mantenían desde hacía seis meses. Cuando dieron las tres en punto de la mañana, en el reloj de cuco chino del salón, ya hacía tiempo que Marcos daba vueltas por todo el apartamento, como un tigre enjaulado, irascible, mirando de ventana en ventana para la calle, preguntándose si le acontecería algún percance, si sería adecuado ir a la policía o por los hospitales preguntando por Sara.
A las tres de la mañana fue cuando Marcos se fijó en el sobre ubicado encima del televisor. No lo había observado con anterioridad por que ese día no lo había encendido. Pasó el día tan entretenido comprando los alimentos, preparando en la cocina la cena, y a continuación esperando con ansiedad el regreso de Sara que no prestó atención a nada más que no fueran sus propias expectativas de celebración, así que no reparó que estaba ese sobre delante de sus narices. Solo podía soñar, sonreír visualizando la cara y la expresión de Sara cuando la sorprendiera con algo diferente que seguro no esperaba en absoluto.
Estaba seguro que no había visto ese sobre con anterioridad en la casa; pensó en entretenerse con su contenido unos minutos, reduciendo así su nivel de ansiedad, distrayéndose prestando atención a algo diferente. Agarró con curiosidad el sobre y cuando lo sostenía en su mano presintió que contenía algo desagradable, algo que estaba relacionado con la extraña e inhabitual ausencia de Sara. Abrió el sobre con manos nerviosas y temblantes, acabando por desgarrarlo, como si pudiera trasmitirle a ese sobre toda su frustración, la rabia por esa noche, por ese aniversario solitario, por esa ausencia lacerante.
Marcos desplegó un folio doblado, comenzó a leer su contenido, escrito con la letra ágil y sinuosa de Sara:
“Adorable Marcos: tal vez te estés preguntando por mi ausencia, por mi abandono y alejamiento de ti, precisamente hoy, día de nuestro aniversario, conmemoración de medio año viviendo juntos. No lo he olvidado.
Sólo puedo asegurarte que te amo, que mi amor por ti es profundo, completo, pleno y posiblemente eterno. Pero (aquí viene la parte dolorosa y la razón de mi ausencia) no puedo seguir por más tiempo contigo, ni un sólo minuto más a tu lado.
Sé que no podrás entenderlo, ni espero que compartas mi postura, sólo que respetes mi decisión. En el fondo no hay otra explicación que la que este amor me ahoga, me supera, me da miedo.
Por eso te pido encarecidamente que te vallas esta noche, con todas tus pertenencias, sin mirar atrás y sin buscarme nunca más, en ningún momento, ni siquiera de debilidad. Es mi deseo definitivo. Espero que no me lo hagas más difícil, por el bien de los dos. No volveré a mi casa hasta que esté segura de que te has ido para siempre y que no volverás a intentar una reconciliación.
Adiós, Sara.”
El folio se deslizó lentamente de las manos de Marcos hasta caer al suelo, indiferente, como una hoja seca, otoñal, mecida por la brisa de una tarde nublada, una tarde cualquiera. ¿Qué estaba leyendo? No podía ser, así, sin más. Esa carta significaba que era el final de su relación y no podía entender por que Sara tomaba semejante decisión.
Marcos se quedó sollozando, silenciosamente, meciéndose al compás del dolor, de todo ese dolor, siguiendo con cada movimiento, adelante y atrás, la grieta de su corazón, el abismo y la oscuridad del sentimiento de pérdida y abandono que le invadía todo su ser; evaporando, con el calor de su cuerpo, la fantasía que había vivido en esos seis últimos meses de su vida, en que había, de alguna forma, creído que había arribado a buen puerto. Después de un tiempo indefinido, destrozado en cuerpo y alma, Marcos se levantó de la silla, tembloroso se acercó a la ventana, y contempló como amanecía. La luz matutina y el trino de los pájaros le resultaban como una sinfonía repetitiva que le decía: “estas muerto, se ha terminado”.
Obedientemente, acobardado, como un autómata, sin ánimo, desorientado, recogió todas sus pertenencias, con las manos entumecidas, vacilantes, obligado por una extraña voluntad que nunca contradecía a Sara. Se sentía agotado. El dolor crecía, crecía y crecía, con cada acción de retirada, invadiendo su mente, destruyendo su dicha, ahogando sus expectativas de felicidad y plenitud, relegando a lo insustancial cualquier emoción compartida, palabras ahora vacías de significado, perdidas como si nunca hubieran sido pronunciadas o sentidas. No quería dejar a Sara, no quería perderla y partir hacía lo desconocido, sin ella; no deseaba olvidarla, aunque estaba claro que ella ya había tomado la decisión por los dos. Marcos no tenía otra opción que abandonar la casa y llorar en soledad su desdicha, el dolor que eclipsaba su alma, su mente y su cuerpo.
El desencanto era total y absoluto.
Fue introduciendo en dos bolsas de viajes sus enseres personales, la ropa, los libros y demás pertenencias. No quería dejarse nada olvidado y que Sara pensara que era por buscar una disculpa de acercamiento o reconciliación en contra de su definitivo deseo. La carta era muy clara al respecto. Cuando creyó tenerlo todo recogido, dejó sobre la mesa del comedor, entre los dos candelabros (con la cena sin probar y la cera de las velas consumida) un portarretratos con una foto de los dos gozosos y abrazados en una tarde de verano.
Marcos cerró la puerta sin mirar atrás.